miércoles, 24 de diciembre de 2008

En el alargue

Este año más que nunca he ido al estadio. He seguido fielmente a mi equipo a buena parte de sus partidos de local. Un año difícil, sin grandes logros, en que apenas se ha conservado la categoría. En el partido final se ganó la liguilla de promoción y los numerosos hinchas que asistimos (no somos muchos pero más que varios otros de primera división y más de lo que la mentira interesada dice) aplaudimos al equipo tras el pitazo con que concluyó el lance. Entonces, en esa despedida final, con esa satisfacción de que a pesar de ser un año difícil se sobrevivió, confirmé aquella sensación que me acompañó con cada vez mayor intensidad estos últimos meses: también había tenido un año difícil y al final había sobrevivido. Había salvado el año. Es un lugar común afirmar que el fútbol es una alegoría de la vida. Pero ello me pareció más cierto este último tiempo. Cada vez que veía los sagrados colores auriazules esparcirse en el campo de juego era mis propios fantasmas luchando contra sus sombras, y el arco contrario era el espacio consagrado por un instante a la alegría. Al final sobreviví y celebré el triunfo de mi equipo. Con optimismo deberá armarse el equipo para el próximo año, dosificando las fuerzas y dispuesto a avanzar con ímpetu a la meta, sin ceder ningún espacio al equipo rival, esas sombras que mis propios jugadores proyectan sobre la cancha en el partido interminable.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Abriendo una flor

Si uno mira, si uno se detiene frente a su propio ojo dormido en el espejo, verá cuan real es él y podrá disuadirse. Podrá, en un primer momento, ver detalles del reflejo, en un primer momento sólo verá partes, inconexas, absurdas parte de un monstruo maltrecho. En un primer momento se verá a si mismo, físico e irreal, corpóreo, frágil y estéril, quizá vea su fantasma, su yo alucinado, pero siempre serán imágenes a medias que revelan apenas su reverso. Pero ahí mismo, en ese mismo fondo, en esa misma imagen, en esa misma miserable ventana es posible entrever el pétalo, el pétalo de la lucidez ardiendo apenas. Esa tímida llama quemará al comienzo, luego herirá cual hielo, finalmente será simplemente lo que es, el primer pétalo. Luego vendrá la fascinación, el éxtasis, o el deseo de escapar. Estos últimos serán los afortunados: pensarán en una ilusión, y así saciarían su cobardía. Pero hay algo más a través de esa ventana, una melodía la presenta: es la flor de nuestras noches, la que se cierra en pleno día y deshoja hasta la muerte. Si hemos llegado a verla, a entrever ese pequeño detalle camuflado en nuestra imagen mutilada, podrá lograrse aquello único, abrirla de sólo llamarla por su nombre. El nombre de ella es el nuestro, no aquella mentira que nos agobia cada día, sino el verdadero, esa que sabemos es el real pero como jamás hemos escuchado en plenitud, no hemos luchamos por descubrir. Entonces, pronunciando con fuerza aquel nombre mágico, se abre, se abre la flor de nuestra luz, aquel desierto en la tempestad de los días, aquel beso guardado bajo llave, “oh dolor, no cierres la boca, debes hablar”, diremos, “revela aquel secreto que desnudará para siempre tus raíces”.

sábado, 16 de agosto de 2008

Sin solución de continuidad

Echó antes una ojeada. Segura, empezó luego a caminar hacia un destino que no tenía claro pero que adquiría forma a medida que se aproximaba a él. Era una animita. Su mirada comenzó a divisar las borrosas líneas que enlazaban su cuerpo con lo que la rodeaba, sin solución de continuidad. Una continuidad entre sus dedos desnudos que estiraba para acariciar la helada loza del altar y aquella frialdad. La división apareció más bien como un invento para avanzar, más no trascendía. La gelidez todo lo inundaba. Así como solía caminar, pensó, nuevamente buscaba plenitud sabiendo de antemano el fracaso de esa búsqueda en el marasmo de aquella única sensación. “Pero se camina aunque sea un viaje sin destino. Un camino circular”, leyó en voz alta.

Arrodillada ante el pequeño altar, se persignó. Tomó otra vez el viejo escrito y leyó :

“Todo viaje hacia lo sagrado no es más que una peregrinaje hacia el abismo del propio espíritu. Si una luz dibuja sus contornos con mayor claridad, es la encarnación de deseo por la plenitud. Dios no es más que aquella parte de mi que aspira vanamente a lo Absoluto”.

Tras esas palabras sintió el viento frío atravesando con más fuerza su cuerpo. Asomó entonces frente a ella el escenario, aquel paisaje difuminado contra la oscuridad de un mundo incierto en el reverso de las sombras, que jamás se le habría de revelar. Aquellos espectros nada debían importar para ella, eran seres de un mundo imposible. Pero si ella era quien latía en cada cosa, las preguntas no terminaban de agobiarla. ¿Por qué había sido condenada a tal castigo? Miró la humilde animita, a cuyos pies había un sucio florero colmado de claveles secos. Leyó una vez más. Ella era el muerto atado al recuerdo. Sus sentidos ahora no eran capaces más que del absurdo, del ahogo bajo metros de tierra que unas cuantas palabras ordenaban y que le impedían emerger tras el sacrificio. Se esfumó de golpe el viejo escrito para ir a posarse a otras manos: un nuevo clavel seco adornaba el santuario, dando gracias por los favores concedidos.

miércoles, 9 de julio de 2008

Desde el vacío

Mira. Antes aquí no había nada. Tan sólo la ausencia, ni siquiera eso... Hasta que fui, tomé unos instantes, dibuje en el espacio blanco unas rojas palabras... y fuiste. Por fin, ante mi, ideal, dulzura sin recuerdo ni esperanza, atada a mis dedos aún. Y te miré sin miedo, como el espejo me mira en las mañanas, aún después de la pesadilla, y no eras ni más ni menos que una parte de mi. Me fijé entonces en aquello que nos unía, esa tímida membrana que el fragor del viento amenazaba separarnos, y pensé noches enteras en si era capaz de romperla. Una noche, por fin, te miré a los ojos: bastaron unas cuantas palabras para entendernos. Tomé esta hoja en blanco y fuiste plena. Entonces comprendí la dureza del sacrificio: para abrazarte requería apartarte de mi. A la luz de la luna no sobraron caricias, la luz crepuscular bañó tu cuerpo en agonía. Pero la tragedia nos sujetaba también a sus leyes.

Llegó entonces el momento temido: al amanecer de un día desierto, apenas comenzado el sueño, partiste, sin decir palabra, mientras yo aún no pensaba en despertar, y me abandonaste.

Sólo dejaste junto a mi, el sabor que te recuerda, y esta hoja en blanco que todavía trato de llenar.

jueves, 19 de junio de 2008

Autumnalia II

A Soraya V.

En el principio
Sólo estaban tus manos, en señal de despedida
Abiertas liberando su calor al otoño
Hojas sostenidas por un frágil instante
Esperando que el viento las llevara tras de sí.
Caminábamos entre los charcos
No decíamos nada por temor a que la lluvia
Empapara nuestros labios y el sabor nuestro se perdiera
A que el beso se borrara de los rostros como una gota que cae
Y no brotará más que el frío de su ausencia.
Entonces el bosque se perdía entre nosotros
La ciudad gastada se esfumaba en la neblina
Y debíamos juntos guardar ese tesoro
El fuego natural bajo mantos de cenizas
En nuestra piel ardiendo apenas.
Fuimos más que toda aquella tempestad
Las nubes reflejaban su color
Hasta aquel comienzo teñido del crepúsculo
Que selló para siempre el refugio del invierno.
En el principio
Sólo estaban mis manos, esperando tu partida
Pero el viento trajo las tuyas como hojas
Para que en la fragilidad de sus sentidos
Oculten el vacío de los míos.

martes, 10 de junio de 2008

Equinoccial

A través de la copa
Que la noche sirve de un sórdido brebaje
Veo la mórbida luz del otoño
Amaneciendo en la frontera de los sueños
Esos que despertarán cuando mi sombra no sea oscura
Sino desnuda cara al sol
Su único recuerdo.

Bebo a sorbos aquella sangre
Tibia, ácida, como el fruto mineral
Que desde el árbol del abismo
Lucha por brindar su resplandor
La corona que la tierra teje entre penumbras
Para ser cosechada en la estación de la agonía.

Los reyes lunares sirven nuevas copas
El vino ciega con su pavoroso dulzor
Las bandejas se llenan del color del sacrificio
Rojo es el camino que recorro
Rojo son sus vertientes sin destino.

Al final de la ruta el cadáver acecha
Con su rostro pálido, sin aquella sangre
Untado en tierra, en barro, en dolor,
Nos pedirá la lluvia que llevamos a cuesta
Por toda la sangre que escanciamos
En un juego macabro al calor de las estrellas.


Se cierra la fiesta de los muertos
Con la última gota envenenada
Nace para mi su cruz de labios tenues
Aureola que ilumina la copa vacía
Contagiada del rocío otoñal
Que guarda su secreto iluminado
Hasta el próximo equinoccio

Sueño del Crepúsculo

Suben gotas sucias
desde la boca de Kali.
Ante mí, colgando de la noche,
un sol pagano
recuerda la muerte de otros días.
Su voz quemante
lanza cruces al aire
que llevan mil cristos
clavados a sus aspas.
Los labios del sueño
se hunden en aguas negras
y Xolotl, sumergido,
carga con la estrella ahogada.
Ardiendo,
adosado a la fugaz claridad
del atanor filosófico,
con el pecho con serpientes
que se enredan y en su lucha
recrean el mundo,
el viejo vozarrón de los kalkus
me carcome los huesos,
me quiebra en la tibia espera matinal
vomitando entre líneas
los retazos de un ansia
que en la averiada parada sin destino
señala la larva de su pensamiento.
Flores abismales
me infectan su rocío,
dioses dormidos vuelcan los signos,
sus manos me retuercen el alma
buscando las lanzas
que una antigua guerra
clavó en mis corazones:
los oscuros pozos de sus ruegos.

sábado, 12 de abril de 2008

La decapitada

Arranca con furia cada uno de mis huesos
Deposita en mi tu cruz de aspas amargas
Lánzame si quieres a la muerte
Que tu cabeza abierta no ha parado de llorar
Y yo aún no duermo luego de tu huída.

Cuando llegabas manca
A cobijar mi corazón
No reparaba en tu semblante
Cualquiera hubiese escondido
El Grial entre tus lágrimas

Más yo, el traidor
Nunca oí tus pasos quebrarse en espiral
Ni tu cuello abrirse como flor
Ni tus colores de clavel herido
Ni menos el luto que ataviaba tu mirada.

Cuando llegaste hoy
Con tus oídos pariendo la sangre
De todas mis canciones
Tu boca susurrando su última plegaria
No fui capaz de acurrucarme
Junto a tus vestidos quemados.

Eras aún la fantasía del vino.

Pero cuando al despertar
Hallé tu cabeza dormida entre mis manos
No pude contener el dolor
Y devoré tus labios preso de la angustia.

Mañana buscaré tu cuerpo
Hoy solo atino a consolarme.

martes, 12 de febrero de 2008

Bebe tu sangre

El viejo despertó justo cuando las nubes dejaron al descubierto la inmensa luna llena que se posaba sobre él. Su luz lo cegaba, sólo permitiéndole acariciar en ese instante la imagen de su hijo.

La primera vez que lo tuvo en sus brazos, ya temía las terribles consecuencias de haber cumplido su deseo de ser padre. Su abuela le había dicho:

- Apenas nazca debes matar a esa criatura. Tu sabes que muchos niños de esta tierra son engendrados por demonios. ¡Y ese hijo no es tuyo, lo sé!

Él se negó a creer en sus augurios. Sin embargo, pronto el mal llegaría a su hogar: su mujer murió al año de nacida la criatura. Una extraña enfermedad había absorbido repentinamente sus energías. Ya desde antes de quedar embarazada sufría desconcertantes delirios y en ocasiones la encontraba desmayada en el bosque cercano a su casa.

Solo crió a su hijo. A las dificultades de la soledad se sumó el lastre amargo de la pobreza, que impidió al niño estudiar y obligó a incorporarlo tempranamente en las labores agrícolas. A ellas juntos se dedicaron, hasta que en la adolescencia las amistades con delincuentes del lugar convirtieron a su hijo en un verdadero cuatrero. La adultez no cambió su situación, desapareciéndose por días del hogar por sus correrías, pese a los reparos paternos.

En cierta ocasión, una curandera del lugar se acercó hasta su humilde casa. Era una anciana conocida por sus curas milagrosas.

- Usted lo que debe hacer es pedirle a un brujo que le ayude. Su hijo fue obligado a beber sangre humana y por eso sirve a uno de ellos. Sólo los brujos tienen el poder suficiente para esclavizar o liberar de ese mal.

El viejo aceptó la oscura sugerencia de la curandera. En su desesperación había hecho todo lo posible por encontrar a su hijo, a quien no veía hace semanas, incluso recorrió toda la agreste zona sin lograr hallar su escondite. Lo quería tanto que la tímida esperanza de recuperarlo que abría esa propuesta fue capaz de doblegar su voluntad a favor de ella.

La luna llena era signo de que debía reunirse con la curandera en un cerro cercano, como ella se lo señaló. Al llegar ahí estaba esperándolo, y le dijo:

- Ven, debo vendarte los ojos para llevarte hasta él. Vive en una cueva y saldrá para encontrarse con nosotros. Así no recordarás el camino que lleva a su escondite ni sufrirás viendo su rostro.¡Es horrible!.

Vendado, sólo sintió como lo conducía hacia las faldas del cerro y luego al tupido bosque que lo circundaba.

- Detente, llegamos. Está frente a nosotros.

El viento fresco que soplaba esa noche de verano pareció volverse gélido. El viejo comenzó a temblar mientras escuchaba como la curandera conversaba con el brujo en un idioma que no entendía. Las risas que a ratos surgía de esa conversación lo pasmaban. Temía un desenlace funesto.

Terminada la conversación, el brujo le preguntó al viejo:

- ¿Por qué deseas salvarlo?

- Porque es mi hijo, mi único hijo, mi propia sangre. Se lo pido ¡ayúdeme!

El brujo lanzó unas carcajadas escalofriantes que se expandieron por todo el bosque como ecos quejumbrosos. El viejo estuvo a punto de desfallecer.

- Bueno cumpliré tu deseo. Pero tu deberás saciar los míos: durante tres meses dejarás un cordero en un claro del bosque que la curandera te indicará. En el centro del claro hay una gran piedra, donde cada atardecer anterior a luna llena deberás dejar tu ofrenda. Desde ya cumpliré mi parte del trato, pero no perdonaré tu deslealtad.

El viejo volvió a su casa al amanecer sumido en el miedo. Sin embargo, al entrar en ella vio a su hijo que lo esperaba. Llorando lo abrazó y besó.

- ¡Hijo, mi único hijo. No me vuelvas a abandonar - le dijo emocionado.

Los dos meses siguientes fueron los más felices de su vida. Lo tenía en casa y muy cambiado, tanto que compartió gustoso con él las labores del campo.

Pero pronto vendría el desastre. Un extraño incendio consumió gran parte de su pequeño predio arrasando con sus sembradíos, sólo salvándose su casa; su ganado pereció de un enfermedad desconocida. Y lo peor de todo: su hijo desapareció justo faltando un día para aquél en que debía llevar el último cordero. Sin nada después de todo lo ocurrido, no podía cumplir con ese compromiso.

Al día siguiente vio una veintena de hombres que se acercaban a sus terrenos desolados. Traían a su hijo atado fuertemente de las manos por un lazo. Se notaba que había sido golpeado. Le gritaron al viejo:

-¡Mataremos a tu hijo!

Lo acusaban de una feroz matanza ocurrida en la mañana en la parroquia cercana. La gente venía dispuesta a hacerse justicia por sus propias manos.

El viejo asomado a la puerta de la casa vio con vida a su hijo por última vez. No fue capaz de nada, ni siquiera de suplicar por él. Sólo las lágrimas revelaban su dolor. No respondió a los gritos e insultos de la gente. Ante su pasividad, el hijo lleno de odio le escupió el rostro. Los campesinos entonces lo llevaron al árbol más cercano y lo ahorcaron.

Cuando los campesinos se fueron, el viejo se acercó hasta el árbol. Entre lamentos bajó el cadáver y lo depositó en un carretón, dispuesto a llevarlo al cementerio que estaba a una legua de ahí.

Anochecía cuando llegó al cementerio. Pero su sorpresa fue inmensa al asomarse al carretón que tenía a sus espaldas y al que no se había vuelto conduciendo apresuradamente el caballo: el cuerpo no estaba, y una cabeza de cordero ocupaba su lugar. El anciano soltó al caballo de la carreta y se montó en él, huyendo despavorido por el bosque. Pero la tragedia no lo abandonaba: el caballo al bajar una pequeña quebrada frenó violentamente y el jinete se cayó y azotó contra el suelo, quedando inconsciente.

Y ahora yacía despierto, en ese claro del bosque sobre la gran piedra colocada en el centro. Tendido de espaldas, sus brazos y piernas caían inertes sobre la roca y sus ojos eran consumidos por la luz de la luna. Fijo en el astro, no se inmutó cuando dos sombras comenzaron a rodearlo y sus risas parecían burlarse de él. Una voz le susurró:

- ¿Así que él era tu propia sangre? ¡Ja! Nadie se burla de un brujo. El era mi esclavo y ¡mi hijo!. Pero como dices que era tu propia sangre te la doy, es tuya.

Y el brujo elevó un recipiente sobre la cabeza del viejo y vertió el líquido sobre su rostro.

-Bebe, bebe tu sangre, y ahora me servirás tú.¡Maldito!

Su risa se propagó por todo el bosque iluminado por la luna llena, mientras la sangre invadía el cuerpo del viejo, cuya vida huía vanamente hacia aquella imagen querida, que se esfumaba junto a su libertad.