miércoles, 1 de octubre de 2008

Abriendo una flor

Si uno mira, si uno se detiene frente a su propio ojo dormido en el espejo, verá cuan real es él y podrá disuadirse. Podrá, en un primer momento, ver detalles del reflejo, en un primer momento sólo verá partes, inconexas, absurdas parte de un monstruo maltrecho. En un primer momento se verá a si mismo, físico e irreal, corpóreo, frágil y estéril, quizá vea su fantasma, su yo alucinado, pero siempre serán imágenes a medias que revelan apenas su reverso. Pero ahí mismo, en ese mismo fondo, en esa misma imagen, en esa misma miserable ventana es posible entrever el pétalo, el pétalo de la lucidez ardiendo apenas. Esa tímida llama quemará al comienzo, luego herirá cual hielo, finalmente será simplemente lo que es, el primer pétalo. Luego vendrá la fascinación, el éxtasis, o el deseo de escapar. Estos últimos serán los afortunados: pensarán en una ilusión, y así saciarían su cobardía. Pero hay algo más a través de esa ventana, una melodía la presenta: es la flor de nuestras noches, la que se cierra en pleno día y deshoja hasta la muerte. Si hemos llegado a verla, a entrever ese pequeño detalle camuflado en nuestra imagen mutilada, podrá lograrse aquello único, abrirla de sólo llamarla por su nombre. El nombre de ella es el nuestro, no aquella mentira que nos agobia cada día, sino el verdadero, esa que sabemos es el real pero como jamás hemos escuchado en plenitud, no hemos luchamos por descubrir. Entonces, pronunciando con fuerza aquel nombre mágico, se abre, se abre la flor de nuestra luz, aquel desierto en la tempestad de los días, aquel beso guardado bajo llave, “oh dolor, no cierres la boca, debes hablar”, diremos, “revela aquel secreto que desnudará para siempre tus raíces”.