Mira. Antes aquí no había nada. Tan sólo la ausencia, ni siquiera eso... Hasta que fui, tomé unos instantes, dibuje en el espacio blanco unas rojas palabras... y fuiste. Por fin, ante mi, ideal, dulzura sin recuerdo ni esperanza, atada a mis dedos aún. Y te miré sin miedo, como el espejo me mira en las mañanas, aún después de la pesadilla, y no eras ni más ni menos que una parte de mi. Me fijé entonces en aquello que nos unía, esa tímida membrana que el fragor del viento amenazaba separarnos, y pensé noches enteras en si era capaz de romperla. Una noche, por fin, te miré a los ojos: bastaron unas cuantas palabras para entendernos. Tomé esta hoja en blanco y fuiste plena. Entonces comprendí la dureza del sacrificio: para abrazarte requería apartarte de mi. A la luz de la luna no sobraron caricias, la luz crepuscular bañó tu cuerpo en agonía. Pero la tragedia nos sujetaba también a sus leyes.
Llegó entonces el momento temido: al amanecer de un día desierto, apenas comenzado el sueño, partiste, sin decir palabra, mientras yo aún no pensaba en despertar, y me abandonaste.
Sólo dejaste junto a mi, el sabor que te recuerda, y esta hoja en blanco que todavía trato de llenar.
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