No sé lo que no toca la lluvia de agosto,
Los primeros rayos ardientes de la primavera derramada
Esas casas con sus techos de zinc hirviendo en deseo
Las puertas cerradas, las habitaciones clausuradas,
En el verano floreciendo hasta agotar sus semillas.
Cuando el mandala monstruoso nos dibuja equidistantes
Y somos al final del otoño una casa junto al río
Allí en el riachuelo de las ánimas, donde fuimos siempre
niños
Agotados de tanto correr, temerosos de la noche que aun no
entreabría sus fauces.
Cuando el ciclo atónito no deja de repetir sus viejos
mantras
Y los perros persiguen sin saber la sombra del amo que no
volverá,
Hasta ese anónimo espesor de latitudes, de bosques asfixiantes,
De ríos grises de honduras terribles, como esposas que
apresan sus tierras,
Los volcanes que se vuelcan al cielo mirando la nube que se
desdibuja
Y al final del trance la noche oceánica, verde oscura,
De sanguíneas luminiscencias, ahorcándose junto a sus
pliegues,
Al único habitáculo funerario, la casa, la que no muda,
La de la mesa larga y gastada, la de los gatos muertos
erizados ante la aurora,
La casona de los espejos cubiertos, para que el cadáver no
nos lleve de la mano
Hacia su sótano embriagador, negro y funeral.
Es lo que único que no cambiará nunca al que persigue mudar:
Un rito de hogar, cálido, solitario, en torno al mismo fuego.
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