miércoles, 13 de junio de 2007

El apensionado

Bajo el árbol negro
Aferrado a la última palabra
Muere el apensionado.
Cuando la lluvia cesa no lo abandona su humedad.
Los días siempre perecen para él destronados por las sombras.
En su corazón, el despojo olvidado de un santuario funesto
Anida aún el eco del postrer rezo
Aquél fraguado en el beso que arrancó
A mordisco de su efigie masacrada.
Las vestales paseaban ardientes por su miserable palacio
Los cisnes danzaban impávidos en charcos de sangre
La noche sembraban las cúpulas de miradas divinas
A las que tributaban campanadas y gritos de odio y amor.
Pero aquél día en que su quebranto inundó aquellos salones
Erigió estatuas de hielo y espanto
No hubo fiesta que capaz de sofocarla.
Por primera vez divisó el sol en la ventana más lejana
Las nubes adquirieron extraños rostros
El atardecer era insoportablemente agónico
Más rojo y sufriente que el cristo que coronaba su espada.
El último paseo al borde de las lágrimas
Lo llevó a aquél árbol
Donde pronunciaría aquella palabra moribunda
Perdida en la encrucijada de su boca.
Bajo el podrido ramaje
Esperaba aquella línea de los astros
En que tras callar
Nadie, ni siquiera Dios
Podría socórrelo.