miércoles, 28 de noviembre de 2012

Ad portas



El puerto, a oscuras, cierras sus brazos sobre ti
Y hoy, puedo decirte, que te amo, a secas, en el horizonte que naufraga,
En el humedal de las calles aciagas, repletas de muertos
Ahogados antes el sol que penetra a tientas desde el infierno que nos ata.
Atravieso con mis dedos el abismo de tu cuerpo desbordado
Nadando hasta la orilla de mis sueños invernales
Mirando como  volcanes nevados esparcen su semilla en un duelo compartido
Una fumarola sobre el estigma de la resignación,
Para decirnos, mirándonos a los ojos,
Que el deseo quiere volcarse sobre este mundo desde el nuestro.
Puerto Montt es una sonrisa a medias entre las distancias que migran
Mientras alguien cierra la puerta, entreabre nuestros sentidos, para aceptarnos en sus huellas:
El placer, ese sabio secreto, esa extraña complicidad que ameniza  la agonía
Y nos acerca al cruce fatal, a las líneas que nos repiten su extraviada contraseña.
Mirando al sur  y sus vestigios no puedo divisarte, tal solo presagiarte, al otro lado de la noche
En las siluetas de las islas, en los senderos perdidos en la encrucijada del mar,
En el vaivén de las olas que se pierden a los pies del mundo
Como un testimonio ciego, ad portas de la consagración.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Mudanzas


No sé lo que no toca la lluvia de agosto,
Los primeros rayos ardientes de la primavera derramada
Esas casas con sus techos de zinc hirviendo en deseo
Las puertas cerradas, las habitaciones clausuradas,
En el verano floreciendo hasta agotar sus semillas.
Cuando el mandala monstruoso nos dibuja equidistantes
Y somos al final del otoño una casa junto al río
Allí en el riachuelo de las ánimas, donde fuimos siempre niños
Agotados de tanto correr, temerosos de la noche que aun no entreabría sus fauces.
Cuando el ciclo atónito no deja de repetir sus viejos mantras
Y los perros persiguen sin saber la sombra del amo que no volverá,
Hasta ese anónimo espesor de latitudes, de bosques asfixiantes,
De ríos grises de honduras terribles, como esposas que apresan sus tierras,
Los volcanes que se vuelcan al cielo mirando la nube que se desdibuja
Y al final del trance la noche oceánica, verde oscura,
De sanguíneas luminiscencias, ahorcándose junto a sus pliegues,
Al único habitáculo funerario, la casa, la que no muda,
La de la mesa larga y gastada, la de los gatos muertos erizados ante la aurora,
La casona de los espejos cubiertos, para que el cadáver no nos lleve de la mano
Hacia su sótano embriagador, negro y funeral.
Es lo que único que no cambiará nunca al que persigue mudar:
Un rito de hogar, cálido, solitario, en torno al mismo fuego.