jueves, 16 de junio de 2005

Divina Soledad

Estaba Dios en la cima de su Conciencia admirando con ojos graves el infinito manto de su creación. En mas de una ocasión se detenía en alguno de sus seres, especialmente en el hombre. Se reía a veces de las interminables elucubraciones humanas relativas a su ser y de vez en cuando se asombraba de la cercanía de las inagotables respuestas. Pero así como en ocasiones le embargaba una risa incontenible, otras lo acosaba una envidia dolorosa. De la humanidad, sus limitaciones, sus vanas esperanzas, sus caminos perdidos, ese sentido trágico que volvía a aquella creatura su favorita. En momentos así se olvidaba de su omnipotencia y fantaseaba con ser uno de ellos. Y cuando volvía en sí, una gran pesadumbre lo abrumaba. Estaba cansado de su trono solitario, de su altar inmortal consagrado a la vanidad, hechos para que las interminables huestes de aduladores y cobardes visitaran su figura como si fuera algo ajeno a ellos. Estaba harto de lo omnipresente e imperecedero. Esos pensamientos lo acosaban cuando decidió volverse humano.
De esta manera fue como llegó a sentir por primera sus ojos arder por la luz, su cuerpo calentarse con la entrega materna y su leche, los pasos por esa tierra dura y pesada, las lágrimas recorrer su rostro. El tiempo fue entregándole y quitándole, amó y odió, deseó hasta el infinito y a veces creyó ver una pregunta contestada entre las nubes que inundaban su cabeza.
Pasaron los años hasta que un escrito absurdo y pretencioso vio aparecer en la cima de su limitación la señal desnuda de su verdad. Su conversión había sido casi completa, hasta se había despojado de las remembranzas sin fin que su raíz celestial le dotaba. Pero las palabras desparramadas en este relato por uno de aquella especie que adoró despejaron los nubarrones que noches enteras lo atormentaron con sus relámpagos vertiginosos. Volvió a recordar su esencia divina, su origen, con el cándido sufrimiento humano de la pérdida, y se sintió traicionado por su soledad.

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