sábado, 7 de abril de 2007

Ningún ser humano...

Otro cuento que escribí hace años atrás.

Nunca había pensado que mirar a la gente desde arriba de un árbol podía tener algo de interesante. Ver sus gestos, escucharlos conversar, verlos caminando de un lado para otro con sus rostros a veces angustiados, a veces alegres, las más indiferentes. Todo eso se logra desde arriba y con la ventaja que no me pueden distinguir en el nutrido ramaje.

Y las voces agitadas y los comentarios temerosos son los que más se han oído este último tiempo, arriba de los árboles y en todos los rincones de la ciudad. No es para menos considerando la serie de terribles muertes que se han sucedido, todas atribuidas al "Chacal". Miedo por cierto alimentado por toda la parafernalia mediática. Los despachos en directo en la televisión, las miles de teorías que se inventan para explicar estos crímenes, las que hay para todos los gustos, desde las aterrizadas hasta las más desatinadas, hablando de seres del espacio y otras estupideces. Ya deben haber hasta páginas web dedicadas a elucubrar todas serie de explicaciones fantásticas sobre el origen del "come cerebros".

Yo lo he visto y puedo afirmar con toda seguridad que no se trata de ninguno de esos seres que los medios y la gente ha señalado como el asesino. El otro día venía de noche en dirección a mi casa por una calle bastante oscura. No se veía a nadie más caminando por ella. Venía fumando tranquilamente cuando de pronto se oyó un ruido al otro lado de la calle. Seguí andando, un poco nervioso pensando en las historias sobre el "come cerebros" y sus correrías por la ciudad. Cuando llegué a una esquina me pareció escuchar un fuerte crujido como de ramas quebrándose. "Debe ser el viento" pensé. Unos pasos más y el ruido se hizo insoportable. Definitivamente había algo en la copa de los árboles al otro lado de la calle y parecía deslizarse a través de ellos. Con un terror inmenso eché a correr cuadras y cuadras y las malditas ramas seguían su demoníaco crujido.

Lo peor pasó cuando tropecé torpemente con una piedra. Caí de bruces sobre la tierra y estuve inconsciente algunos segundos. Al despertarme, de pié junto a mí estaba un sujeto de ropas harapientas y aspecto nauseabundo. La luz tenue de la luna lo convertía en una gran sombra que se proyectaba sobre mí. Al intentar pararme, el sujeto dejó su quietud para abalanzarse como una fiera. Rasguñaba, gruñía, me mordía, y lo peor, de su boca chorreaba un líquido espeso que me quemaba la piel y penetraba hasta la carne. Y que decir de su maldito ojo que clavado en su rostro parecía atravesarme el cerebro.

La lucha fue intensa. Pese a mis esfuerzos la bestia logró dominarme y hubo momentos en que no me quedaban fuerzas. Pero la suerte estuvo de mi parte porque cuando el animal quería morderme el rostro tome un palo que encontré en el suelo y lo golpee con toda brutalidad. El primer garrotazo no lo mató pero lo dejó mareado, lo suficiente como para permitir levantarme y golpearlo más fuerte. Le reventé la cabeza.

De pie junto al cuerpo, respiré profundamente el aire enrarecido de esa noche tratando de recuperar mis fuerzas. Estaba extasiado, había vencido al monstruo. Pero no tarde en percatarme de lo falso de mi victoria. A medida que me recuperaba, iba sintiendo cada una de las heridas en mi cuerpo y la sangre brotando por todas partes. Había perdido mi oreja izquierda, mis manos y brazos tenían desgarramientos que en ciertos parte dejaban al descubierto los huesos. La sustancia que salió de la boca de la bestia me había desfigurado el rostro, la piel se había vuelto escamosa y pedazos colgaban de ella.

Con rabia, con tremenda ira miré el cadáver tirado en el suelo y lo golpee una y otra vez. Y mi cólera aumentó al ver su maldito ojo que aún permanecía abierto. Lo descuarticé.

Cansado y con un sentimiento terrible de desconsuelo y amargura, me acerqué al cadáver y sin pensarlo le devoré los sesos. No sentía nada, no era yo el que actuaba, era ese inmenso ojo el que me llamaba.

Mirando a la gente pasan rápidas las horas. El viento que sacude las ramas me dice que hoy es la última noche. No aguanto a que llegue de una vez. Por fin podré bajar de los árboles y acabará este suplicio. No soporto esta vida. Prefiero morir de una vez. Porque pese a este ojo monstruoso que llevo incrustado en mi rostro, aún soy un ser humano ¡Y ningún ser humano se merece esto!

1 comentario:

Marcos dijo...

Hola Andrés como estás, me gustó el cuento, está ingenioso.
Definitivamente ningún ser humano se merece ello.

Un abrazo cariñoso y saludos a tu familia especialmente a tu pequeña gigante.