miércoles, 12 de octubre de 2005

Leyendo poesía

Cuando fui por primera vez a la pequeña biblioteca de Hualpén (comuna en la que actualmente vivo) me asombró su breve pero variada colección de poesía chilena. Debo reconocer que es una de mis asignaturas pendientes a la que lentamente me he abocado estos últimos meses. Omar Cáceres, Romeo Murga, José Domingo Gómez Rojas, Ángel Cruchaga Santa María, Humberto Díaz Casanueva, Alfonso Alcalde, Mahfud Massís, Rolando Cárdenas, Efraín Barquero, Braulio Arenas, Juvencio Valle, Rosamel del Valle, Jorge Teillier, Delia Domínguez, Juan Antonio Massone, Armando Uribe, Miguel Arteche y otros me han acompañado estos días. Debo reconocer que no me he podido detener mucho tiempo en cada uno de ellos, porque el estudio siempre me despierta de un garrotazo de cualquier océano poético en que me sumerja por unos instantes. En el verano volveré a ellos, ojalá me esperen.
Me llamó la atención que muchos de los textos que han pasado por mis manos nadie los había leídos antes que yo pese a estar ya varios años adornando los estantes de la biblioteca. Eso tiene su lado positivo: me he vuelto en el “desvirgador” de muchas de las obras allí depositadas. Pero el otro lado es evidente: se lee poco poesía. ¿Quién lee poesía?
Por cierto académicos y críticos literarios, que si no lo hicieran perderían sus trabajos por negligentes. También los escritores. Pero mi incógnita dice relación con el situado en “la esfera del profano” por usar una terminología penalista, con el ciudadano común y corriente, no dedicado a la literatura. En qué medida la literatura y poesía forma parte de su vida. Es interesante porque la postura que asume el poeta dice relación también con los destinatarios de su mensaje. No tengo una respuesta muy clara para esas interrogantes pero no cabe duda que son muy pocos los lectores.
Quizá algo que aleje a algunos de la poesía es que puede presentársele en ocasiones críptica, como un juego antojadizo de palabras y eso se explica porque hay en la literatura una exigencia el lector en orden a situarse y “creer” en lo planteado mientras las hojas muestran su rostro de lunares y líneas. Si no existe esa actitud sicológica, la ansiada comunicación no es lograda y no se establecerán los lazos de interés que inviten a revisitar los textos. ¿Cómo es posible esa actitud en estos tiempos? La poesía exige el silencio y ya sólo ese silencio es difícil en un mundo de bullicio. Es un silencio interior, un volcamiento sensorial hacia el planteamiento poético en afán de aprehender lo que va “mas allá de las palabras” que es lo esencial de la poesía en mi opinión, lo no expresado, lo sugerido con los versos. En un mundo de los visual, de lo tangiblemente visual (ni siquiera de lo imaginado) sin duda es un desafío. Que unas pocas palabras esparcidas en una hoja compitan, por ejemplo, con la “caja idiota” ( que de idiota no tiene nada pues está al servicio del poder fáctico) parece una lucha de David contra Goliat. Pero he ahí un primer asunto: no hay que plantearlo como competencia con otras formas de expresión o incomunicación. La cuestión se presenta en cómo se entiende dicha obra humana como necesaria, sin caer en falsos mesianismos. La poesía jamás ha dado de comer, ni siquiera a sus autores. Sin embargo, creo yo, apunta a algo esencial: el alma humana, su sentir, las cuerdas de lo inasible a las que se asoma como un niño, las manifestaciones de su asombro ante los secretos que descubre. Y ella se vale del lenguaje y lo sublima, lo convierte en elemento de comunión aún mas profunda. Hay una raíz intensamente humana en la expresión poética que la hace fecunda. Es ahondar en los terrenos básicos, lo que excede a las estructuras y deja un sabor dulce, como el fruto que nos abruma con recuerdos de veranos que nunca habitamos por completo y que están ahí, en el reverso de las luces, en las llagas duraderas de lo que fuimos y aún somos.

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